Costados desconocidos

Si tuviéramos que elegir el retrato de un hombre serio, duro, sombrío y hasta cierto punto frío, no dudaríamos en seleccionar el de Carlos Marx, nacido en Trier, Reino de Prusia, en 1818 y fallecido en Londres, Reino Unido, en 1883.


Este notable intelectual que teorizara y predicara la liberación final del proletariado internacional, muchas veces endiosado o calumniado, tuvo su perfil romántico que no es precisamente el que lo caracterizara, más bien ha sido una arista oculta de su personalidad.
Se sabe, que ante su fiel amigo Friedrich Engels, llegó a admitir: “...mi espíritu está en gran parte absorbido por  el recuerdo de mi esposa, que fue la mejor parte de mi vida”.

Su esposa, Jenny von Westphalen, fue la única depositaria del amor del autor de “El Capital”, sin que sus allegados dejaran de objetarle algunas tentaciones que lo llevaron a concebir un hijo varón ilegítimo que jamás reconoció y que su amigo Engels, crió.
Se casaron en 1843, cuando Marx tenía 25 años y ella, 28. Tuvieron siete hijos, de los cuales sólo tres mujeres superaron los treinta años.


De Marx, se dijo que fue un pésimo marido, “incapaz de llevar el presupuesto familiar”. No faltaban razones. A raíz de las persecuciones, los exilios y la intensa actividad militante, la familia debió soportar las peores miserias, apenas subsanadas por algún ingreso propio y los aportes de buenos allegados.



Sin embargo, sus cartas de amor, tardíamente conocidas, descubrieron un costado largamente ignorado pero que realmente le perteneció.

Pensando en el próximo 8 de marzo, "Día internacional de la mujer", les acerco  una de sus cartas, que el azar quiso traer hasta mi lectura y que quiero compartir con Uds.


34 Butler Street, Greenheys, Manchester, 21 de junio de 1856

Querida mía:
Te escribo otra vez porque me encuentro solo y porque me apena conversar contigo siempre sin que lo sepas ni me oigas, ni puedas contestarme. Aunque tu retrato es malo, me sirve perfectamente, y ahora entiendo cómo es que aun los retratos menos lisonjeros de la madre de Dios, las “vírgenes negras”, tienen  sus más celosos admiradores, y más admiradores aun que los buenos retratos. Por lo menos, ninguno de aquellos oscuros retratos de las “vírgenes negras” ha sido tan besado, ninguno mirado con tanta veneración y adorado como la foto tuya, que aunque no es lóbrega, sí es sombría y de ninguna manera refleja a su querido, encantador, besable y dulce rostro. Pero al poner en derecho lo que los rayos del sol mal han representado, descubro que mis ojos, estropeados por la luz del quinqué y el humo de tabaco, son capaces de verte no sólo en sueños, sino también en la realidad. Y allí estás, delante de mí, grande como en la realidad, y te puedo levantar con mis brazos y te beso el cuerpo entero, y  caigo sobre mis rodillas delante de ti y lloro: “Querida, te amo”, y te amo de veras, con el amor más grande que jamás se haya sentido en los páramos de Venecia. Falsa y asquerosamente, el mundo forma imágenes superficiales. ¿Quién de mis muchos calumniadores y enemigos de lengua venenosa alguna vez me ha reprochado por hacer el papel de galán en un teatro de segunda categoría? Y es verdad. Si los sinvergüenzas hubiesen tenido algo de ingenio, habrían trazado el cuadro: por un lado, “las relaciones productivas y sociales” y, por el otro, yo mismo a tus pies. Debajo habrían escrito: “Contemple este cuadro y el otro”. Pero estúpidos son esos sinvergüenzas y estúpidos permanecerán, en seculum seculorum [para toda la eternidad].
La ausencia momentánea hace bien, pues vistas de cerca, las cosas  parecen demasiado iguales para que podamos distinguirlas. Hasta las torres, vistas de cerca, parecen enanas, mientras que lo pequeño y lo cotidiano,  cuando lo tenemos delante, crece en demasía. Lo mismo ocurre con las pasiones. Los pequeños hábitos, en la cercanía, cuando los sentimos encima, toman forma pasional, y desaparecen tan pronto como su objeto escapa a nuestra vista. Y las grandes pasiones, a las que la cercanía del objeto convierte en pequeños hábitos, se  agigantan y cobran de nuevo su forma natural por el efecto mágico de la  lejanía. Eso es lo que sucede con mi amor. Basta que te alejes de mí simplemente cuando te sueño, y en seguida me doy cuenta de que el tiempo sólo le ha servido para lo que el sol y la lluvia sirven a las plantas; para crecer.  Mi amor por ti, en cuanto te alejas de mi lado, se revela como lo que es, como un gigante en el que se concentra toda la energía de mi espíritu y todas las  fuerzas de mi corazón. Vuelvo a sentirme hombre, porque siento una gran pasión, y la variedad en que nos embrollan el estudio y la cultura moderna, y el  escepticismo con el que inevitablemente enfrentamos todas las impresiones subjetivas y objetivas, tienden a hacernos a todos pequeños y débiles, y  quisquillosos e indecisos. Pero el amor, no por el hombre feuerbachiano, ni por el metabolismo de Moleschott, ni por el proletariado, sino el amor por  la amada, el amor por ti, vuelve a hacer hombre al hombre.
Reirás, mi corazón querido, y te preguntarás “¿por qué esta retórica de repente?”. Pero si yo pudiese presionar tu pecho dulce contra el mío, yo quedaría mudo y no pronunciaría ni una palabra. Ya que no puedo besarte con mis labios, lo haré con mi lengua y mis palabras. Yo podría, en verdad, aun armar versos, de los Libros sobre las penas alemanes, al estilo del Libri Tristium  de Ovidio. Él, sin embargo, sólo había sido desterrado por el Emperador Augusto; en cambio, yo he sido desterrado de usted, y eso es algo que Ovidio no podría entender.
Hay, en verdad, muchas mujeres en el mundo, y algunas de ellas son hermosas. ¿Pero dónde más encontraré una cara de la cual cada gesto, cada arruguilla aún, logre recordarme las mejores y más dulces memorias de mi vida? En tu dulce rostro puedo aún leer mis infinitas penas, mis irreemplazables pérdidas, pero cuando beso tu dulce cara alejo mi dolor. “Enterrado en sus brazos, revivido por sus besos” -en tus brazos, así es, y por tus besos- y dejen a los brahmanes y a los pitagóricos conservar su doctrina de la reencarnación, y al cristianismo su doctrina sobre la resurrección. (...)
Adiós mi querido corazón. Mil besos para ti, y para los niños también, de
Tu Carlos.



 ¡Para ti, Mujer!

Fuente: www.elhistoriador.com.ar

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