Un día de enero

 


Aquella noche de pleno verano entre el calor agobiante de enero y la ansiedad que generaba lo secreto y esperado, un ruido sobre el techo de chapa de la casa de mi abuela materna me sobresaltó. Di vueltas en la cama y aunque no lo deseaba acabé despertando sin poder, por lo menos por un buen rato, volver a dormirme.

Bajo la tenue luz de una lámpara que alumbraba desde uno de los rincones de la habitación detuve mi adormilada mirada en aquella cama, cómoda y mucho más grande que las demás de bello bronce reluciente en la que dormían mis abuelos. Ellos no estaban en la habitación. No era raro, siempre me mandaban a descansar a mí primero. Se quedaban conversando con unos tíos que vivían en la misma casa. 

Con un ojo cerrado y otro abierto para poder espiar a la distancia, divisé a través del ventanal que daba a la larga galería perfumada con "jazmín del país", unas sombras moviéndose.

“¡Son ellos!” me dije, “¡Ya llegan!” Y con los nueve primorosos años a cuestas, vi camellos en espaldas humanas cargadas con bolsas de juguetes. Un rayo de luna me permitió corroborar que la fuente con agua para los animales aún estaba llena y, que los yuyitos cortados por la tarde con ayuda de un tío bueno, no habían sido tocados. Sí, había paquetes de regalos y las mismas sombras que se alejaban.

La inocencia de la niñez me hizo ver lo que esperaba ver. Volví a la cama y con una sonrisa amplia que fue desdibujándose de mi rostro, me dormí profundamente. Al otro día, el alboroto de mis abuelos y tíos llamándome me anunció que los Reyes Magos habían pasado.

2014

Actualizado 2023


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